Deshizo sus pasos, se dirigió al río, que tras las últimas lluvias iba en crecida. Se sentó en una piedra y repitió una y otra vez las seis palabras del evangelio de Juan que convirtió en un mantra: “Si conocieras el don de Dios…” Así pasó toda la mañana. Estaba sereno. Lo necesitaba.
Los últimos meses habían sido frenéticos, soltero, trabajando en un supermercado horas y más horas para tener un salario medio decente. Había conseguido ahorrar y quería visitar la nueva misión de Torodí abierta en Níger por la sociedad de misiones africanas… Pasaría allí quince días. Era consciente de que no iba a aportar nada, tan sólo aprender…

Y a fe que aprendió. Aquellos quince días dieron un vuelco a su vida. Se dejó seducir por el duende de África, por la sonrisa de la gente, sobre todo de los niños, por la alegría de las comunidades cristianas, por la entereza de los enfermos, por la dignidad de los que pasaban necesidad, por la entrega de los misioneros. Y conoció el don de Dios en todo y en todos. Aquella tierra roja lo sedujo. Aquel no sería su único viaje. África acababa de trasformar su corazón.
En vísperas de retomar su trabajo volvió al cauce del río. Los sauces, los cañaverales, los chopos, estaban espléndidos, el agua cantarina mantenía la musicalidad de siempre. Volvió a rezar, volvió a repetir una y mil veces, nuevamente: “Si conocieras el don de Dios…” y se le dibujaron todos los rostros de las personas que había encontrado en Níger. Sintió paz, una paz enorme.
Ya en el supermercado todos decían que estaba muy cambiado, que no parecía la misma persona, que desprendía una luz especial de mucha serenidad. A su amigo íntimo, con el que más confianza tenía, con el que más horas pasaba, le dijo: “He conocido el don de Dios, y lo he conocido en África.”
Aquella tarde, cuando dejó el trabajo, el amigo de nuestro protagonista dirigió sus pisadas al solitario cauce del río y rezó con las mismas palabras que su compañero le había revelado en la intimidad. También él conoció el don de Dios… Cayó en la cuenta que siempre había estado a su alcance como si fuese una fuente de agua viva, pero el excesivo ruido, excesivo y avasallador, le había impedido escuchar…
Desde Vélez de Benaudalla,
un abrazo grande. Paco Bautista, sma.
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